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¡A partir del 12 de enero en las librerías de Bariloche!

PRÓLOGO

 

      Este libro convence de que el escritor es un observador sensible y comprometido con las cosas pequeñas y profundas del hacer de todos los días. Su lectura deja en nuestro espíritu, una infinita sensación de dulzura por los personajes que pueblan sus relatos y, una alegre visión de la vida.

 

      La aventura que el lector emprende al leer estas páginas lo hará sorprenderse con la forma descriptiva y el colorido de la narración. La melancolía los hará vivir una complicidad con un Bariloche que ya no es, o una esquina que ya no existe o con unos niños con mirada de viejos.

 

      Sin falsos sentimentalismos el autor observa a sus personajes con ojos comprensivos y crea en sus relatos un universo absolutamente equilibrado, en donde puede ir desde el pasado nostálgico y rescatar su propia infancia, hasta situarnos en un presente inmediato y contarnos el amor entre un pescador y una muchacha con mirada de mar, o retratarnos al loquito del pueblo que en su sabiduría borrosa planea un porvenir a través de los hijos.

 

      La llaneza literaria, el rescate de un lenguaje popular, la construcción de metáforas desde la ternura y la ingenuidad: ¨anda en el aire un milagro de vida, tan bello de verlo, pájaro y hombre, uno del suelo el otro del cielo, unidos los dos en este instante, que parece eterno¨.

 

      El humor conjurando la angustia hacen que el estilo del autor sea un laberinto en apariencia sencillo, pero del que sólo se sale descubriendo que la palabra utilizada nos remite en espejo, a vivencias compartidas a través de una sonrisa nostálgica o un recuerdo hasta hoy olvidado.

 

      El pacto de ficción que toda obra literaria exige y, que termina cuando se cierra el libro, en este caso no sucederá así, porque Edgardo Lanfré hace que sus lectores descubran que en el entramado textual de sus cuentos y poesías se cuela la vida con su maravillosa realidad.

 

Graciela Sola            

 

Cuentos de "Emociones Encontradas"

 

LA BANDA QUE SALVÓ AL AMOR

 

 

      Era una tarde de domingo, soleada, de esas tardes de otoño. Mayo se había tendido sobre el paisaje del pueblo, coloreando las hojas de los árboles antes de desnudarlos. René y Carmen eran dos jóvenes en aquellos tiempos, solían dar la vueltita del perro, después de almorzar con sus familias. Él la pasaba a buscar por la casa y bajaban hasta el centro para ir a la matinée del cine. Como bajaban temprano, aprovechaban para “hacerse una Mitre”, curioseando vidrieras y saludando conocidos. Era la única tarde que tenían libre, trabajaban los dos: él de cadete en una ferretería y ella en una rotisería, así que las tardes del domingo eran suyas, las estiraban para poder estar juntos y soñar.

      Estaba tan lindo, que llegaron hasta el muelle, había mucha gente. El lago estaba planchado, parecía un inmenso espejo, por donde se dejaban ver las montañas que ya lucían el ponchito de las primeras nieves. Subieron al muelle y caminaron, mirando el agua entre las tablas, despacio llegaron hasta la punta. Era hermoso ver por los costados, desde las barandas, las piedras del lecho y, un poco mas allá, el veril, azulado y misterioso. En la playita del costado, había unos chicos tirando piedras para hacer “patitos” en el agua. Por el otro lado estaba el inmenso barco, el Modesta Victoria, que se destacaba entre los botes amarrados. René le había prometido a Carmen, en una de una de esas tardes, que algún día irían en ese barco a una de las excursiones que hacían los turistas.

Se sentaron en la punta del muelle, contra la baranda, con los pies colgando hacia el agua. Ella apoyó su cabeza sobre el hombro de él. Ambos sintieron que los envolvía el amor. Despertaron juntos a él, se inauguraron la piel con caricias, se llevaban muy bien y ya empezaban a hacer planes para el día que estuvieran juntos.

      De pronto se escuchó la música de la banda que, como todos los domingos, se llegaba a la plaza del Centro Cívico a interpretar algunas marchas y canciones populares. Casi toda la gente que estaba junto al lago comenzó a subir por los jardines y la calle zigzagueante para escucharla. Carmen lo miró a René, se dieron un beso y se sumaron a la multitud. La banda se ubicaba junto al mástil, desde allí desgranaba su repertorio. El público, en ronda, aplaudía cada interpretación.

Carmen estaba por delante de René y él la tenía rodeada con sus brazos. De pronto comenzó a moverse el piso, literalmente. Una estampida de gente, gritos, pánico. René la tomo fuerte de la mano y miró a sus pies: las piedras laja de la plaza se movían, ondulantes. Levantó su cabeza, el mástil parecía una cortadera al viento, ¡cómo se movía! “René, ¿qué pasa..?”, “es un terremoto” dijo él. Se quedaron paralizados, costaba mantenerse en pie. Se apartaron como pudieron, temiendo que se desplomara el mástil. Por encima de los gritos, se escuchó un ruido muy fuerte, raro, eran las maderas del muelle, que crujían y se quebraban como barras de chocolate, mientras se iban desplomando. Carmen pensó en los muchachos que estaban hace un rato sentados a metros de ellos ¿habrían alcanzado a salir de allí?

      ¿Cuánto tiempo? Perdieron la noción, todo temblaba, parecía haber un rumor muy profundo en el aire, algo grave y lejano. “¡Basta Dios, basta..!” suplicaba alguien cercano. "¡Miren, el lago..!” se oyó. Al mirar, vieron algo increíble: la inmensa maza de agua se retiraba, como si se hubiese ladeado un fuentón. A René le quedó grabada

en las retinas la imagen del Modesta Victoria flotando en la mitad del lago, había cortado las amarras y se alejaba sin rumbo, por un instante pensó en el señor que era el guarda, los había saludado cuando pasaron al lado de él. Volvió la mirada y sus ojos se detuvieron en la torre del Centro Cívico, se bamboleaba. Por las arcadas del edificio lateral, vio venir a un muchacho con una cámara de fotos en sus manos, tomando imágenes de todo aquello.

      Lentamente retornó la calma, menguaron los gritos y se escuchaban algunos sollozos, entre ellos, los de Carmen, que estaba apretada contra el pecho de René. Allá abajo, en la costa, una señora gritaba señalando el agua. Bajaron la pendiente y se acercaron junto con otros: allá en el agua, entre las maderas, flotaba el cuerpo de una persona. Esa imagen hizo tomar conciencia a todos los que allí estaban, de la magnitud de lo vivido. Por el costado, entre los fragmentos de hormigón quebrados, descansaban los desechos de un barquito de madera destruido, al impactar contra el paredón de la costanera. Se retiraron.

Caminando por la Mitre, René se encontró con un compañero de la ferretería, habían quedado en verse en el cine Coliseo. “Horacio, ¿viste lo que pasó...?, “Si, estaba en el cine y se empezó a mover todo, lo último que vi, fue que se rajó la pantalla, salimos todos corriendo a la calle...” De fondo, se escuchaba la sirena de los bomberos. Lentamente subieron las calles para volver a sus casas.

Aquel terremoto del ´60 no movió los cimientos del amor de René y Carmen, tampoco los tapó las cenizas caídas unos días después, cuando en plena tarde se hizo de noche. Un racimo de hijos y nietos le hacen linda la vida anciana, pero cada 22 de mayo, en algún momento del día, en la intimidad de su casa, vuelven a mirar el agua entre las maderas del viejo muelle y dan gracias a la Banda, que comenzó a tocar y les salvó la vida.

 

 

 

 

PELUQUERO DE PUEBLO

 

 

      En aquel pueblo de la Línea Sur rionegrina, vivía un verdulero, que además de vender frutas y verduras, era peluquero. Se las había ingeniado para llevar adelante sus dos actividades. Contaba con un local dividido en dos y una puerta por detrás, que los comunicaba. Si estaba en su peluquería, en la que se hacía pelo y barba y entraba alguien por un kilo de papas, dejaba a su cliente a medio afeitar, daba la vuelta por detrás, hacia la venta y luego regresaba para seguir con la rasurada.

      A veces, cuando le tocaba afeitar a alguien ya entrado en años, a los que se les afloja la piel de las mejillas y papada, nuestro buen amigo lo dejaba envuelto en trapos tibios y húmedos, para que vaya aflojando la barba, se iba hasta la verdulería y volvía con alguna ciruela o fruta de ese tamaño, la cual la introducía en la boca, entre la encía y el “cachete”, para que estire y así poder rasurar con precisión... eso si, al finalizar el trabajo, le obsequiaba la fruta.

 

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